viernes, 28 de junio de 2013

CARTAS GOLONDRINAS


            Amaneció un día azul y gris, un día de plomo. Una frase daba vueltas repetidamente en su cabeza: “la vida se quedó en vela”. Era un sueño algo extraño. ¡Un piano vibrando solo en un desierto! Y la música, tan penetrante, tan tenaz, le había atravesado todos los poros de su cuerpo hasta los tuétanos, resonando fuertemente en su oído. ¿Puede haber música donde casi no hay vida? El paisaje evocaba algo lejano, pero no tanto. Pasó la mañana tocando el piano. Aquella melodía se había vuelto casi una obsession. Luego, bajó a coger el correo. Había una carta para él. Al leerla se dió cuenta de que era una carta de amor, muy apasionada. Fue la primera sorpresa.
            Esa noche soñó el mismo sueño, pero esta vez no vió sólo el piano, sino, además, una bandada de pájaros volando sobre el desierto. No pudo pegar ojo. Era ya madrugada. Se levantó y fue directamente al piano. Tocaba la melodía del sueño. Mientras golpeaba el teclado, Alberto recordó que su padre, años atrás, había hecho una investigación sobre el desierto de Atacama. Entonces, ¿sería aquel  desierto  que había soñado? Lo buscaría para asegurarse. Antes fue para el correo. Otra carta lo esperaba.
            Entró en el “cuartito azul”. Lo llamaba así porque era como el cuarto de los sueños, de los recuerdos, donde duerme la memoria, donde duerme la poesía. Allí guardaba las cosas de sus padres. Encontró la carpeta y las fotos. ¡Está clarísimo!, exclamó, ése es el desierto. Lo que más le impresionó era algo subrayado: “Por el cielo se pueden ver en ciertos períodos pájaros marinos que atraviesan el desierto en busca de un lugar propicio para la incubación. Entre el septiembre y el noviembre, se produce el bello fenómeno del  desierto florido en los años de demasiada pluviosidad”.
Se quedó pensativo. ¡Atacama, un paisaje lunar, arquitectura huraña y desierto florido!, exclamó. Miraba las fotos. En una, sus padres y otras dos personas. En la carpeta encontró algo que le asombró: un papel pautado. Sí, una partitura con este título: Suite del desierto de Atacama. En la página de atrás leyó: “Voz insufrible diseminada/ sal substituida/ ceniza, ramo negro/ en cuyo aljófar aparece la luna/ ciega por los corredores de cobre/.”
            Tomó el papel y fue al piano. Su madre, pués, que era también pianista, pensaba componer una Suite del desierto florido. No, intentar a estas alturas -reflexionó- averiguar los motivos de su inspiración, sería una tarea vana. La verdad es que tampoco importa mucho constatar ahora la exactitud de todas esas evocaciones que provoca en mi alma. Pero, lo que sí importa es salvar del olvido la partitura, infundiéndole nueva vida. Tocó los primeros compases. ¡Sí! Su madre le pedía concluir la Suite inacabada. El sueño era significativo, una premonición, o un preludio, acaso.
            Noche mineral, estrellada, y la luna como una perla va por el cielo. Ni una sola voz se escucha; sólo el viento bramando. Arriba, los pájaros, y abajo, la noche oscura, oro, salitre, carbón… Vagaba su pensamiento mientras tocaba el piano. Sí, la música late incluso allí, donde la vida parece imposible o invisible, y florece. Duerme en las entrañas de la tierra, dentro del metal, vaga por el aire, esperando alguien que la despierte. La música del desierto árido, duro, huraño, tan poco hospitalario, misterioso, extraordinario y sorprendentemente maravilloso, pedía ser escuchada. La danza de los metales, de los pájaros, del viento, de la lluvia, de la luna, de la arena, de las flores, pero también de los hombres que se perdían en los socavones del infierno para sacar a la luz el metal, con la pala, con el pique indagando el útero de las tenebrosas minerías (sacó salitre del martirio, extrajo lágrimas del suelo), se figuraba en aquella partitura. Esos elementos bailaban como sombras, vagaban por el aire como visiones errabundas. Estaba en vena. Tocó hasta muy tarde. “Se cumplió el destino”, murmuró.
Aquella noche durmió tranquilamente. Amaneció de buen humor, estaba muy alegre. Se cebó un mate y se puso a trabajar. Componía y tocaba la mañana entera. Tuvo la sensación que encontraría algo más. Así fue. Otras dos cartas y un CD esta vez. Lo escuchó. Eran tangos. ¿Quién le enviaba aquellas cartas de amor y el CD?
Pasaron dos días sin nada especial. La Suite estaba casi terminada, faltaba sólo el final. El tercer día tuvo una corazonada y bajó muy temprano a ver si había algo. Se topó con el cartero, cogió el paquete y salió. Al abrir el sobre, no creía lo que veían sus ojos: la misma foto, aquella en la Atacama florida con las mismas personas.
Cuando regresó a su casa escuchó  otra vez el CD. Su instinto le decía que las canciones eran el hilo conductor hacia el camino de la revelación. Había un mensaje oculto ahí y era preciso descifrarlo. Apuntó los títulos. De tango a tango vamos atando cabos, dijo a sí mismo. Pero, ¡carajo! Esos tangos interpretarían el sábado LOS MALEVOS, el conjunto musical donde cantaba y bailaba Rosario, su novia, en el Cafetín “El Choclo”. Allí descubrió que el cartero era el hermano de Rosario, Enrique, el cineasta que planeaba rodar un documental sobre la Atacama...
- Sí, le dijo Enrique, yo soy el misterioso cartero, el que te mandó las cartas golondrinas, como las llamas vos. Mi padre -el de la foto- amigo íntimo del tuyo, me las dió y él me habló de la investigación. Son de tus padres, son el testimonio de su amor.
Alberto le habló de la Suite y Enrique se entusiasmó. Esa sería la música de la película ¡Qué noche tan maravillosa! Noche de ilusion y de pasión.
Amaneció un día de sol radiante. Terminó la Suite y empezó a componer un Nocturno también. A eso de la tardecita vino Rosario.
- Vení, le dijo. Y subieron a la azotea. Puso el CD. La cogió de la mano y empezaron a bailar contra el ocaso anaranjado y violeta. Se entregaron al baile largo rato, hasta que los colores del crepúsculo se fueron apagándose, desvaneciéndose en la lejanía. Quedaron así abrazados sin hablar. La música, el silencio …el amor.
- Siento, sueño, luego existo, meditó Alberto. Además, ¿qué es la vida? Un sueño, puro juego, pura invención. Como el amor; hay que inventarlo cada día, cada rato, cada hora y …vivirlo. ¿Y el tiempo? Mejor vivirlo que medirlo. Las horas vuelan como pájaros y los minutos se marchitan como flores, huyen como ríos.
- De la muerte renacemos, susurró dulcemente Rosario -adivinando sus vagaciones-, como el sol: muere para volver a nacer.
- Sí, le contestó, pero sólo el amor puede encender lo muerto. Y reflexionó: El amor aparece así, como la luna brillando sobre el desierto, en la oscuridad nocturna de nuestra existencia. Y los sueños, las ilusiones, vuelan como pájaros, como nubes, fugaces, pasajeros, vuelven del más allá a desvelarnos el corazón. Él palpita y canta y el alma, el espíritu, sueña y baila. Sin brazos y sin piernas mi cuerpo parecerá un cohete y vosotros seréis las estrellas. Vosotros, sueños, que no sois sino como los minerales, estrellas hundidas, enterradas, esperando el pique, el martillo...

 Siempre habrá un piano vibrando, cantando solo en el desierto, en la tierra de nadie, en la tierra de ensueño mojándonos el alma. ¡Quien te arrancara tu supremo acorde, tu sublime melodía! ¡Quien te despertara el alma y te hiciera cantar los misterios escondidos, los sueños olvidados, las ilusiones perdidas, para que florezca el desierto de nuevo! Y recordó los versos del poeta: “No me siento solo en la noche,/ en la oscuridad de la tierra…/ Tengo en mi voz la fuerza pura/ para atravesar las tinieblas./ Muerte, martirio, sombra, hielo,/ cubren de pronto la semilla./ Pero el maíz vuelve a la tierra / Desde la muerte renacemos.”

IRINI LAMBROPULU

[CUENTO PRESENTADO EN EL CONCURSO DE CUENTOS DIA E, INSTITUTO CERVANTES 2013]

No hay comentarios:

Publicar un comentario